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AVANT LES DÉBUTS

Cuando nos mudamos, siempre hay una casa que dejamos atrás y una nueva en la que decidimos habitar. Es un ritual en el que, simultáneamente, se abandona algo y algo más se toma. Hay partida y llegada, despedida y bienvenida. Mediante este ejercicio de desplazamiento y metamorfosis, nos permitimos explorar determinaciones originales en diálogo con los nuevos espacios en los que nos instalamos.

Lo sabemos: al cruzar un umbral desconocido, nos sumergimos inmediatamente en las huellas de las experiencias pasadas que nos precedieron, en los recuerdos que el tiempo fue depositando, capa tras capa. Esos recuerdos tienen un potencial vital no expresado, porque encierran un conjunto de posibilidades ulteriores listas para ser reactivadas. En cada nueva casa que habitemos, de hecho, la relación con su pasado nunca será un acto de mera contemplación, sino de reinvención.

 

En este delicado pasaje de reinterpretación conmemorativa, he intentado reimaginar la Maison Valentino, partiendo del mítico palacio Mignanelli, sede histórica de la marca. En mi transposición onírica, la puerta de entrada de este antiguo palacio romano se convierte en el portal que lleva a una casa poblada por una humanidad excéntrica, desinhibida y ecléctica. Un convivium de lo humano que celebra el arte de la fiesta.

 

Aquí nos encontramos con artistas visionarios y mundanos, glamurosas reinas del cine con su eterno y magnético encanto, prelados grotescos y las fascinantes herederas de una nobleza en decadencia. Todos ellos son actores de una comedia viviente que encarna el alma vibrante y libertaria de una ciudad, Roma, a la que he querido rendir homenaje, inspirado en el amor que siempre ha unido a Roma y a Valentino Garavani.

 

Para construir tal encomio, no pude evitar robar las palabras de Federico Fellini a Anna Magnani, cuando la saluda en el umbral de la puerta al final de la película Roma. Es de noche, las campanas de una iglesia y los pasos sobre los antiguos adoquines son los únicos sonidos de la ciudad. La voz del director acaricia con ternura a la actriz romana, celebrándola como «el símbolo de la ciudad: una Roma vista a la vez como loba y Vestal, aristocrática y popular, sombría y bufonesca».

 

Fellini no podía ser más certero, porque Roma tiene esa precisa naturaleza paradójica. Es santa y prostituta, madre y madrastra, gubernamental y anárquica, cosmopolita y provinciana. Es el lugar donde conviven las blasfemias y los rosarios, donde la historia se funde con la vida cotidiana y la belleza está anclada al suelo por una antigüedad politeísta, por un mundo aún no erradicado del todo. Roma, al fin y al cabo, es una nobleza desvanecida y aún llena de encanto.

 

Quería recrear esa escena fellinesca. La cámara se detiene en una chica que camina de vuelta a casa junto al muro de un antiguo palacio romano, seguida por unos carlinos: criaturas fraternales tan simbólicamente ligadas a la figura de Valentino Garavani. Juntos cruzan esa legendaria puerta de entrada que el fundador de la Maison debió de cruzar mil veces. En ese umbral, la calle entra en contacto con el brillo de la aristocracia, lo bajo con lo alto, lo profano con lo sagrado, el exterior con el interior. Es la ciudad entera que irrumpe alegremente en un espacio doméstico.

 

Necesitaba un lenguaje cinematográfico para contar la historia de este nuevo hogar. Una estética suspendida entre el neorrealismo de Luchino Visconti, el simbolismo visual de Bergman y el realismo mágico de Fellini. Buscaba una pátina que evocara la Roma del cine, con su aura y sus tonos icónicos. Quería que el resultado pareciera realmente un fragmento de una película donde la atmósfera dionisiaca de una bacanal de la antigua Roma, revivida en el esplendor de los años setenta, llegara a contaminar nuestro presente. Un presente inoportuno, desajustado, anacrónico y, por ello, extremadamente contemporáneo.

 

Alessandro

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